3 de mayo de 2011

La santidad

Hemos vivido el domingo pasado, en Roma, uno de los acontecimientos mundiales más importantes; la beatificación del papa Juan Pablo II. Una alegría inmensa que sin duda todos esperábamos por lo que en vida fue el papa Juan Pablo II para toda la humanidad. Desde el ejemplo que este gran hombre nos dejara, les invito a reflexionar sobre algunos aspectos de la santidad que nos puede iluminar en nuestra vida cotidiana. 


Muchas veces consideramos que la Santidad es un reconocimiento reservado para los grandes personajes, aquellos que han hecho grandes y heroicas cosas. Sin embargo, la vida de nuestro Santo Padre, desde su niñez, estuvo signada por la gracia de ser una persona entregada totalmente a la vida. Por supuesto que nunca dejó pasar la oportunidad de hacer grandes cosas desde una fe incondicional. Este Papa, que marcó profundamente el rumbo de la Iglesia Católica en el final del siglo XX y comienzos del  XXI, fue proclamado beato el 1 de mayo, en tiempo récord, apenas seis años y treinta días después de su muerte.

El decreto que establece la beatificación fue aprobado por Benedicto XVI que reconoció así la curación milagrosa de sor Marie Simon-Pierre, tras superar inexplicablemente una forma muy agresiva de mal de Parkinson. Fue este milagro, el último requisito que le permitió al actual Papa beatificar a Juan Pablo II. En un ulterior y último paso, éste podrá ser proclamado Santo sólo después de que se le reconozca un segundo milagro por su intercesión, después de la beatificación.

Más allá del testimonio del milagro que ha sido la causa de la beatificación de Juan Pablo II, existen grandes virtudes que hemos de destacar en la vida de este Papa viajero como se lo llamaba. En primer lugar, sobre su fe y su amor a Dios, que le motivó a dar pasos concretos hacia la reconciliación de los pueblos y naciones durante sus largos años de pontificado. 

Ha sido un verdadero peregrino en esta tierra, recorriendo pueblos y naciones. Como reconocían los que trabajaban muy cerca del Santo Padre era un verdadero hombre de fe. Estaba siempre consciente de la protección de Dios, de la presencia de Dios, y no tenía miedo a nada. Creo que es lo que le llevó a hacer tantas cosas desde la fe y la oración. A menudo se postraba delante del Santísimo lo que le aseguraba la fuerza necesaria para llevar adelante su pontificado. Un camino que si lo imitáramos nos llevaría hacia la santidad, desde el lugar y la condición en que estemos. 

El papa Juan Pablo II se caracterizó por el abandono en la providencia de Dios en los momentos difíciles. Creo que es lo que ha posibilitado generar tantos cambios históricos en sus viajes y gestiones. En toda circunstancia a través de sus escritos enseñaba a tener esperanza contra toda esperanza. Estaba profundamente convencido y lo decía con las siguientes palabras: “‘Recuerda que Dios lo sabe todo, lo gobierna todo’. A Él le confiaba todas las cuestiones y estaba seguro que Él las resolvería” (Summarium, IV, p. 57)

Era un hombre de un gran optimismo: “Veía todo en modo positivo, no era pesimista, creía que Dios lo gobierna todo, confiaba en la acción del Espíritu Santo en el mundo y abandonaba todo en las manos de la Madre Santísima. Ésta era su fuerza, nunca se abatía ni se dejaba condicionar por las contrariedades; ante las noticias adversas que le llegaban reaccionaba con la oración, poniendo todo en las manos de Cristo” (Summarium, II, p. 808).

Ese gran hombre lleno de fe, amor y esperanza incondicional es un ejemplo de vida para todos nosotros. Sigamos sus pasos y pidamos su intercesión para que Dios siga guiando a nuestro actual papa Benedicto XVI para que el reino de Dios se siga expandiendo por todos los rincones de la tierra como él supo impulsarlo. 

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