2 de agosto de 2011

El sacerdote, un don de Dios para la Iglesia

El 4 de agosto en torno a la fiesta de San Juan María Vianney, comúnmente conocido como el Santo Cura de Ars, se celebra el Día del Párroco. Por eso considero oportuno reflexionar sobre el sacerdocio, desde el ejemplo de entrega y testimonio de aquél hombre tan recordado por su dedicación a la fe del pueblo. A partir de tan noble testificación, quisiera considerar algunos aspectos fundamentales del sacerdocio que, sin duda, serán también importantes para la vida de todo cristiano y bautizado.

El sacerdocio está fundado en el sacrificio de Cristo que entregó su vida como una ofrenda personal a Dios por la salvación de toda la humanidad. Esta donación fue un acto personal, espiritual y perfecto. Tiene una eficacia absoluta sobre las conciencias, sobre todos los que participamos dignamente en esta ofrenda.
En el mundo globalizado que vivimos, uno de los grandes desafíos para el sacerdocio es el de vivir a pleno su propia identidad sacerdotal, que es una gran vocación de servicio y entrega. El llamado al sacerdocio no implica que unos sean más santos o más inteligentes que otros, sino sencillamente que Dios en su inmensa misericordia nos ha elegido para participar en su misión. El verdadero sacerdocio implica ser conscientes de nuestras propias debilidades y permitir que el amor de Cristo, su verdad y su misericordia, operen a través de nuestro ministerio. Como expresó San Pablo: “Mi poder triunfa en la debilidad” (2 Co 12:9).


En el sacerdocio de Cristo encontramos dos aspectos de la caridad: amor filial a Dios y amor fraterno a los hombres, vivido lleno de la fuerza del Espíritu Santo. Es el aspecto que  debe reinar en la vida de todos los bautizados en su triple ministerio de ser profeta, sacerdote y rey. Este compromiso de fidelidad es aún más fuerte y pleno en el ministerio sacerdotal. Pero solamente podemos ser obedientes cuando le damos cabida al Espíritu Santo en nuestras vidas y cuando estamos abiertos a una permanente renovación del espíritu. En este sentido el sacerdocio tiene la misión de poner en la sociedad humana la inquietud de Dios, que suscita el Espíritu. 

Así como dice la misma palabra, el sacerdocio es un don de Dios para el pueblo. Y todos participamos en el sacerdocio de Cristo por nuestro bautismo. Por eso nos dice San Pedro: “Ustedes son una raza elegida, un reino de sacerdotes, una nación consagrada, un pueblo que Dios hizo suyo para proclamar sus maravillas” (1 Pe 2,9). Desde el sacerdocio común de los fieles, por el cual todos estamos llamados a la perfección de la santidad. Y cada vez que apostamos a la verdad y la justicia desde la fe, estamos participando en el sacerdocio de Cristo. Como cristianos participamos en la Realeza de Cristo en el servicio generoso a sus hermanos, sobre todo en los más pobres y necesitados.

Y así vamos camino a la santidad en la medida en que estemos abiertos a la acción del Espíritu Santo. Pero todo esto implica una vida de oración profunda para buscar la voluntad de Dios en todo momento de nuestro actuar para ser una verdadera ofrenda a Dios y a nuestros hermanos hasta que lleguemos a ser transformados plenamente por  Aquél que es el autor del “sacrificio perfecto”: Jesús. Es la misión de todo sacerdote y todo bautizado - dejarse transformar por el misterio de la fe en Jesucristo.


Que el ejemplo del Santo Cura de Ars nos anime y fortalezca para seguir en nuestra vida cristiana de bautizados, al mismo Cristo Sacerdote.
 
P. Juan Rajimon
Misionero del Verbo Divino

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