Vivimos en una sociedad en la que la autoridad está en
crisis y creo oportuno reflexionar sobre este tema tan importante para
nuestra vida personal y comunitaria. Toda autoridad, ya sea paterna,
política, militar o religiosa, tiene la obligación de conducir a los que
están sujetos a ella hacia un fin, hacia un bien. Tiene la obligación
de orientar a los demás para que puedan llegar a la plenitud, a la
verdad y al bien.
La verdadera
autoridad es el reconocimiento del bien que la persona posee y que
merece la consideración y el respecto de los demás. En este sentido esta
autoridad está signada por los valores que acompañan a la persona que
ejerce la autoridad. La autoridad debe fomentar el crecimiento y la
maduración de los sujetos desde la libertad. Esta autoridad ha de ser
reconocida, respetada, admirada y merece obediencia.
La
palabra autoridad viene del latín “auctoritas”, que significa garantía,
prestigio, influencia. En este sentido es la persona que da valor, es
el maestro que enseña y tiene la función de hacer crecer a la persona.
Por lo tanto, los padres son verdadera autoridad para sus hijos no en la
medida en que los “mandan”, sino en la medida en que son sus autores,
por haberles dado la vida y, luego, porque los ayudan a crecer física,
moral y espiritualmente.
La
autoridad está en ayudar a los hijos a desarrollarse como personas,
enseñándoles a hacer uso de la libertad, capacitándolos para tomar
decisiones por sí mismos y mostrándoles cuáles son los valores por los
que deben optar en la vida.
Muchas
veces el ejercicio de esta autoridad es todo un tema cuando hace a la
formación y crecimiento de los hijos. Cuando los hijos van creciendo
acompañados por sus rebeldías, muchas veces los padres se encuentran en
el gran dilema de ejercer la sana autoridad para formar sus conductas.
Creo que el gran desafío de la sociedad hoy es acompañar a los niños y
jóvenes a crecer en el ejercicio del don de la libertad, poniendo
límites con paciencia y sin actitudes autoritarias.
La
autoridad debe estar al servicio de la libertad, para apoyarla,
estimularla y protegerla a lo largo de su proceso de maduración. Apoyar y
estimular implica la madurez de los padres que descubren que el hijo es
persona, por lo tanto distinto de los padres y que, en la medida en que
ejerzan su libertad, irán tejiendo su propia realización personal.
Protegerla en el proceso de maduración, significa que el hijo aún no
está capacitado para caminar solo por la vida.
Una
de las claves en el ejercicio de la autoridad sana, es ser personas
movidas y conducidas por el Espíritu Santo. Cuando existe esta presencia
divina el ejercicio de la autoridad será una hermosa experiencia
educadora, de diálogo fraterno en un clima de amor y confianza desde una
escucha sincera; de estímulo permanente para que la persona pueda
seguir avanzando en sus buenas acciones; vale decir que se consigue el
desarrollo del otro con el estímulo positivo más que retos y castigos;
con una sana corrección fraterna que ayuda a las personas a seguir
creciendo pero aprendiendo de sus errores.
Pero
por encima de todo, la verdadera autoridad tiene la función de marcar
ideales de vida para que las personas aprendan a mirar y soñar alto. En
la vida, especialmente de los niños y jóvenes, es necesario tratar de
alcanzar grandes ideales para evitar el conformismo y la mediocridad.
Que
el mismo Jesús, maestro por excelencia, ya que enseñaba con autoridad,
sea el ejemplo de nuestro sano ejercicio de la autoridad en estos
tiempos tan difíciles.
P. Juan Rajimon
Misionero del Verbo Divino
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