El último domingo hemos celebrado el Día del Niño. Los
comercios estuvieron trabajando más de lo habitual. Muchos niños
tuvieron la alegría de recibir hermosos regalitos y participar de
grandes festejos. Sin embargo, lo que caracteriza ese día, más allá de
los agasajos, es la alegría y la inocencia de la niñez que es algo muy
valioso y como sociedad debemos ocuparnos de conservarla, más aun en
estos tiempos de tanta superficialidad. Y Jesús nos hace una invitación
muy clara a la que debemos estar muy atentos: “Dejen que los niños
vengan a mí; el Reino de los Cielos pertenece a los que son como ellos”
(Mt 19,14).
Creo que al celebrar el Día del
Niño, como sociedad, debemos interpelarnos sobre nuestras vidas y
recuperar la gran capacidad de alegrarnos con las pequeñas y grandes
novedades que día a día Dios nos sorprende. Pero solamente se puede
vivir esta alegría cuando se conserva la capacidad de asombro y apertura
que nace de la confianza que depositamos en el Dios de la vida.
A menudo confundimos la alegría con experiencias de éxitos que alcanzamos en la vida, con los avances que logramos en nuestros proyectos, cuando damos pasos importantes, y disfrutamos de las cosas, personas y acontecimientos que se nos presentan en nuestro caminar diario. Obviamente son motivo de alegría, pero, sin embargo, la verdadera alegría es un estado espiritual que va más allá de los vaivenes de la vida cotidiana. Se trata del temple que transmite el alma, aun en medio de los tormentos y cambios que experimentamos en la vida.
La
verdadera alegría del corazón permite que las cosas más difíciles y
adversas se vuelvan cada vez más llevaderas y nos permite enfrentarlas
con esperanza y buen humor. La auténtica alegría se puede sentir tanto
en la prosperidad como en la adversidad. Pero la alegría en la
prosperidad no es por los bienes que disfrutamos, sino por la esperanza
que ponemos en aquellos bienes que todavía esperamos. Es la misma
esperanza que nos debe sostener en los momentos de adversidad, la
certeza que el mismo Jesús nos enseñó, el camino de la cruz como paso
hacia la resurrección.
Para poder gozar de la
alegría es importante purificar nuestro interior con afectos y
sentimientos sanos, con un compartir sereno en la familia, con un vivir
apasionadamente la misión en la sociedad a través de nuestro trabajo
cotidiano, con un darse con generosidad en todo los momentos de la vida.
Por encima de todo, una confianza plena en la Divina Providencia que no
deja opacar la alegría interior. Esta alegría se multiplica en la
medida que seamos capaces de ver cada vez más las bendiciones de Dios en
la vida y poder alabarlo en todo momento.
Si
hoy nuestra sociedad vive inmersa en una gran amargura, con falta de
alegría, es porque hemos perdido el verdadero sentido del sacrificio,
entrega y amor al prójimo. Porque el corazón se alegra cuando uno se da
con generosidad. Es que la falta de alegría va de la mano con la
ausencia del amor compartido. La carencia de un amor sincero va quitando
la alegría de la vida.
Ojalá que la alegría
que vivimos en el Día del Niño nos enseñe a recuperar la capacidad para
alegrarnos por las cosas sencillas de la vida, para mirarla con
optimismo a pesar de los problemas y a vivirla en plenitud aun en medio
de las diferencias. Que nuestro accionar permita que quienes se nos
acerquen puedan sentirse contagiados de la inocencia y alegría de los
niños que transmitimos.
P. Juan Rajimon
Misionero del Verbo Divino
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