En noviembre celebramos la solemnidad de todos los Santos y
junto con ellos el Día de Todos los Difuntos. La fiesta de todos los
Santos es una hermosa oportunidad para reconocer a tantas personas que
han vivido la santidad, desde el silencio y su ejemplo de vida es digno
de ser imitado. Además es una oportunidad para reflexionar sobre el gran
misterio de la vida.
Aunque todos somos
conscientes de que la muerte nos tocará con certeza algún día y nadie es
exento de este misterio, es uno de los pasos que más nos cuesta asumir,
especialmente cuando se trata de algún ser querido muy cercano como los
padres, hijos o pareja. Los sentimientos de pérdidas son tan fuertes
que no resulta fácil superarlos. Muchas veces la partida de un ser
querido al más allá, lleva a muchas personas al desaliento, a la
desesperanza.
En mi vida de consagrado, he
acompañando a muchas familias y personas frente a la pérdida de algún
ser querido y, además, he experimentado personalmente esta realidad, por
eso creo que la mejor manera de asumirla es desde una profunda actitud
de agradecimiento y gratitud a Dios, que es el autor de la vida, por los
años que nos permitió disfrutar de ese ser querido.
Es
que cada ser humano es un regalo y una bendición de Dios para compartir
y celebrar la vida. Porque Dios nos ama a través de las personas
concretas con nombre y apellido…
Por otro lado,
desde la fe esta fiesta nos recuerda que como cristianos tenemos una
sola vida que tiene dos partes: la vida terrenal y la vida eterna. Y
para el hombre de fe la muerte es un paso de la vida terrenal a la vida
eterna. Pocas veces se habla de este tema porque el hombre moderno
quiere perpetuar lo terrenal, y pierde mucha energía y esfuerzo cuando
no comprende este gran sentido transcendental de la vida. Es importante
meditar sobre este gran misterio que nos recuerda que todos tenemos la
vocación a la santidad y nuestra vida en esta tierra es un camino a la
santidad y la vida celestial que nos espera.
La
certeza de esta verdad está en la misma resurrección de Cristo como nos
recuerda San Pablo: “Cristo resucitó de entre los muertos como
primicias de los que durmieron” (Ref. 1 Cor 15, 15-20). Y para un
cristiano, la muerte no debe ser sinónimo de pérdida sino un paso firme a
la vida eterna. Es la certeza del encuentro final con Cristo y es el
culmen de la vocación de seguimiento a Cristo. Esta es la esperanza que
nos debe animar frente a la partida de nuestros seres queridos.
Quiera
Dios que sea ésta una celebración que nos ayude a reconocer la
fragilidad de la vida humana, que nos permita comprender esta dimensión
recordando que estamos de paso, pero a la vez reconociendo la gran
confianza en un Dios que nos hará transcender las situaciones humanas en
realidades divinas -la vida eterna. Como nos dice San Juan es una
fiesta que nos debe movilizar a confiar plenamente en la verdad de la
vida eterna, que es la promesa de Jesús para cada uno de nosotros.
Y
como hombres y mujeres de fe nuestra misión es seguir caminando hacia
la santidad, cada día acercándonos un poco más hasta que demos este paso
a la vida eterna.
Aunque muchas veces creemos
que la santidad está tan lejos de nosotros, creo que no es una cosa de
personas extraordinarias, sino que se trata de la misión de cada uno,
ser personas de bien y vivir apasionadamente el poco o mucho tiempo que
nos toca compartir en esta vida. Creo que es la clave de santidad que
Jesús nos propone, desde un amor incondicional hacia nuestros hermanos.
Que nuestros santos nos animen a asumir la vida con fe y esperanza y que
realmente seamos fieles en esta misión de seguir el camino hacia la
vida eterna…
P. Juan Rajimon
Misionero del Verbo Divino
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