Un nuevo año llega a su fin. Y
coincidentemente estamos clausurando el año de la fe. Aunque se hará un
cierre simbólico de los festejos del año de la fe, sabemos que la fe
estará siempre presente hasta el fin del mundo. Hoy quisiera reflexionar
sobre la importancia de la fe en nuestra vida cotidiana, especialmente
en los momentos que las adversidades de la vida nos desafían y nos
desestructuran.
La fe más que un
conocimiento intelectual y teórico, es un don de Dios que nos permite
ver las cosas desde la luz divina que nos ilumina y nos sostiene. Es
encontrar y mantenernos en la presencia de Dios en cada uno de los
acontecimientos cotidianos. Como dice la misma Palabra, la fe es una
gracia y un regalo para los sencillos, los pequeños: “Te alabo, Padre,
Señor del cielo y de la tierra, porque has mostrado a los sencillos las
cosas que escondiste de los sabios y entendidos. Sí, Padre, porque así
lo has querido” (Lc 10, 21).
Para
poder gozar del don de la fe hay que creer en la gracia Divina, la
confianza en un Dios que todo lo puede y es “capaz de…”, aun más allá
de nuestras limitaciones humanas. Eso es creer. Creer en un Dios vivo,
que está a nuestro lado en todos los momentos de la vida.
Decimos
que la fe es una virtud teologal, porque concretamente ella viene del
cielo, de Dios. La tenemos por la Gracia y el don del Bautismo y crece
en nosotros cuando la pedimos y cuando la buscamos. También se va
debilitando nuestra fe cuando no la nutrimos con una vida espiritual
adecuada, cuando falta oración y contemplación.
Para
que la fe se vaya nutriendo y creciendo en nuestra vida hay que
alimentarla con nuestra relación interpersonal con Dios. Esto implica
proclamarlo a Dios, como Señor de la historia que camina junto a mí. La
verdadera fe no depende de una cultura, lo que pueda recibir en un
culto. El mismo Jesús en la Biblia se admira de la fe del centurión que
confía plenamente en el poder de Dios y dice: “No he visto en toda
Jerusalén alguien con tanta fe como éste hombre” (Mt 8,10). Para que
podamos ver los frutos de la fe hay que fortalecerla con la oración,
porque la fe viene de la mano de la oración. Muchas veces a nuestra fe
le falta oración, le falta vigor, le falta fortaleza.
El
camino de la fe viene de la mano de Dios y lo confirma Jesús en
nosotros. El modelo de fe es María. Ella cree y deja que Dios obre en
su Hijo “que se cumpla en mí la Palabra”. La Palabra Jesús. María recibe
de Isabel la confirmación de la alegría con que Dios ve su respuesta
“feliz de ti por haber creído en la Palabra del Señor”. Para quien cree,
la fe es fuente de alegría inagotable. Este gozo de la fe hay que
compartir y anunciar para que la fe vaya creciendo en otras personas. Es
tarea y misión de cada cristiano. Como dice el papa Francisco: “La fe
es como una llama, que cuanto más se comparte, más se aviva”.
Vivir
la fe y compartirla nos lleva a un mayor compromiso de amor con
nuestros hermanos. Todos los cristianos estamos llamados a ser
verdaderos testigos de nuestra fe, “en palabras y hechos”. El apóstol
Santiago nos reta: “Si un hermano o hermana no tienen con que vestirse
ni qué comer y ustedes le dicen ‘Que les vaya bien, caliéntese y
aliméntese’, sin darles lo necesario para el cuerpo, ¿de qué les sirve
eso? Lo mismo ocurre con la fe: si no produce obra, es que está muerta. Y
sería fácil decirle a uno: ‘Tú tienes fe pero yo tengo obras. Muéstrame
tu fe sin obras, y yo te mostraré mí fe a través de las obras” (Stgo 2,
15-18).
Ojalá que nuestra vida
sea un constante búsqueda de la fe, para poder iluminar nuestro entorno
con una fe viva, que contagie y anime a quienes caminan con dificultades
por los caminos de la vida.
P. Juan Rajimon
Misionero del Verbo Divino
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