Como Iglesia hemos celebrado el domingo
pasado la fiesta de Pentecostés que nos recuerda la presencia viva del
Espíritu Santo en nuestras vidas. El mundo secular y material en que
vivimos no siempre permite que podamos sentir y vivir la presencia del
Espíritu Santo. Hoy quiero invitarles a reflexionar sobre la tercera
persona de la Santísima Trinidad, que es la fuerza dinamizadora de
nuestra fe.
El Espíritu Santo es
la presencia viva de Dios en nuestra vida, como el mismo Jesús nos
promete en la Última Cena: “Mi Padre os dará otro Abogado, que estará
con Ustedes para siempre: el espíritu de verdad” (Jn 14, 16-17). La
protección divina que siempre nos acompaña. Sin duda que solo si miramos
la vida con los ojos de la fe y confiamos en la presencia del Espíritu
que siempre nos acompaña guiando nuestras acciones y conduciéndonos en
medio de nuestros problemas, seremos capaces de sentir su presencia que
nos llena de paz y armonía.
El
Espíritu Santo nos invita a confiar en la Divina Providencia. A menudo
los problemas y las dificultades de la vida nos quitan la alegría de
vivir. La confianza en Dios y fuerza del Espíritu nos hace comprender la
acción de Dios en nuestras vidas. Como dice San Pablo: “Sabemos que
Dios va preparando todo para el bien de los que lo aman, es decir, de
los que él ha llamado de acuerdo con su plan. Desde el principio, Dios
ya sabía a quiénes iba a elegir y ya había decidido que fueran
semejantes a su Hijo, para que éste sea el Hijo mayor. A los que él ya
había elegido los llamó; y a los que llamó también los aceptó; y a los
que aceptó les dio un lugar de honor” (Rom 8,28-30). Esta comprensión
del plan divino nos ayudara a vivir con esperanza y fortaleza en medio
de las adversidades de la vida.
El
Espíritu Santo es dinamizador y nos mueve a la acción. Las imágenes del
Espíritu son el viento, el fuego y el agua: él es el aliento de Dios
que hace surgir la nueva creación, es la purificación y es amor que
renueva a las personas y comunidades. En este sentido es el Espíritu
Santo el que nos mueve a la vida personal y la vida de fe como
cristianos.
El Espíritu Santo nos
enseña a orar. Es el Espíritu que nos da la fe para pedir y la
seguridad de que Dios contestará. Él usa la Palabra de Dios para
enseñarnos a orar. El Espíritu hace que las promesas de Dios sean
verdaderas para cada uno y nos ayuda a pedirlas con fe y confianza, como
nos dice San Pablo: “Del mismo modo y puesto que nuestra confianza en
Dios es débil, el Espíritu Santo nos ayuda. Porque no sabemos cómo
debemos orar a Dios, pero el Espíritu mismo ruega por nosotros y lo hace
de modo tan especial que no hay palabras para expresarlo. Y Dios, que
conoce todos nuestros pensamientos, sabe lo que el Espíritu Santo quiere
decir. Porque el Espíritu ruega a Dios por su pueblo especial, y sus
ruegos van de acuerdo con lo que Dios quiere” (Rom 8, 26-27).
El
Espíritu Santo nos envía para cumplir la misión de evangelizar al
mundo. Así como en la noche de Pentecostés envió a los apóstoles a
anunciar la buena nueva, hoy nos sigue impulsando y dando fuerzas para
cumplir la gran misión de amor, que es llevar y compartir la Buena
Nueva de Jesús con todas las naciones, y bautizar a todos los hombres en
el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Pero
basta con que seamos misioneros del amor y la paz en nuestros propios
hogares y en nuestras comunidades. Eso hará que el mundo vaya cambiando y
llenándose de paz. Que el Espíritu Santo nos ayude a ser personas de
amor y entrega generosa para no desfallecer en nuestro camino hacia el
Padre.
P. Juan Rajimon
Misionero del Verbo Divino
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